La primera película que vi en el cine fue Matilda. El recuerdo es nítido a pesar de que yo era un crío. Esa experiencia fue fascinante, las sensaciones de las butacas, el olor a palomitas, la enormidad de la pantalla, el sonido envolvente. A día de hoy, la peli ni fu ni fa, pero en su momento fue algo inmenso, como enamorarse por primera vez.
La mayoría de gente de mi clase se crió con El Señor de los Anillos, Star Wars o Harry Potter. Yo también las vi, pero sentía mucho más ‘’mío’’ Dragon Ball, Neon Genesis Evangelion o Cowboy Bebop. Estamos hablando de un mocoso que rondaba los diez años.
Band of Brothers (Hermanos de Sangre) me descubrió el cine bélico. Del cine bélico pasé al western, y desde el western llegué al cine clásico de la edad de oro Hollywoodiense. Fue así como en un videoclub de Linares llegó a mis manos una obra llamada A Clockwork Orange (La Naranja Mecánica).
Recuerdo perfectamente la carátula: era blanca; toda la colección de Kubrick de aquel videoclub tenía ese color. En el centro una «A» negra de la que emergía como un dibujo lo que, a mi corta edad, me parecía un arlequín con una navaja. Debajo de esa particular imagen un nombre: Stanley Kubrick’s en un intenso color negro. Y debajo de ese nombre, el título de la obra: «La Naranja Mecánica» en un llamativo color naranja.
Para mí, era poco habitual encontrar una portada tan aséptica y a la vez tan llamativa. Como era un poco gilipollas (lo digo como si fuera cosa del pasado), conscientemente no le di importancia. «Una peli más que ver», pensé. Sin embargo, con ella viviría uno de los mayores momentos de lucidez de mi vida.
Nada más llegar a casa puse la película. Mi reproductor era una Playstation 2. Yo tenía examen de matemáticas al día siguiente, pero para aquel muchacho de catorce años, una película era más importante que los estudios. Aprendía más con Doctor Zhivago que escuchando a una señora hablar de manera mecanizada sobre el conjunto vacío.
El DVD se introdujo en la consola y la televisión de tubo me mostró las imágenes que durante ciento treinta y seis minutos me mantuvieron pegado a esa pequeña y vieja pantalla. El film acabó y la sensación fue la misma que cuando terminé de ver Cowboy Bebop: no sabía dónde estaba, sentía angustia en el pecho y un nudo en la garganta. Me llevé las manos a la cabeza, pues todavía estaba asimilando lo que acababa de ver, intentando comprender lo que sentía. Fue una bofetada a mi percepción del mundo, y entonces dilucidé dos cosas: primera, que amaba el cine (ya iba siendo hora de que me diese cuenta, pasados casi diez años), y la segunda, que yo quería hacer éso. Quería provocar lo que Stanley Kubrick despertó en mí.
Con los años, esta sensación se ha repetido en varias ocasiones. Probablemente los autores que más me hayan despertado esta algarabía errática de emociones sean Andréi Tarkovski y Charlie Kaufman.
Sin embargo, todas estas sensaciones se han producido frente a una pantalla de ordenador o la televisión de mi cuarto, nunca en un gran cine. Por X o por Y, nunca he tenido la oportunidad de experimentarlas en una sala de cine. He tenido la mala suerte de que los films de Nicholas Winding Refn o Yorgos Lanthimos que me han tocado, nunca se han estrenado en cines de ciudades en las que yo vivía, porque era una certeza para los dueños de las salas que perderían dinero con esas películas. Y cuando he tenido la oportunidad de ir a cines que no tenían miedo de proyectar obras más arriesgadas, me topaba con cosas que no me emocionaban como Biutiful.
Por eso jamás había salido de una sala de cine flotando después de visionar una peli, como sí lo he hecho en mi cuarto. Nunca he podido ver una obra que reafirme mi amor por el séptimo arte en ese templo con olor a palomitas y butacas tapizadas con terciopelo.
Hasta que… el día diez del décimo mes de dos, cero, dieciocho, por fin pude experimentar ese momento de frenesí amoroso. El lugar fue el cine Albéniz en Málaga, y la obra que me cautivó fue Cold War de Pawel Pawlikowski.
Han pasado dos meses desde que vi la película por primera vez. He ido un total de cuatro veces a verla e intento hacerle una crítica, pero soy incapaz. Cuando estoy frente a mi ordenador soy incapaz de escribir algo objetivo y que me guste de esa película, sólo puedo hablar desde una visceralidad subjetiva en la que la expresión «obra maestra» no deja de repetirse en cada párrafo.
Hace unos días fui a ver Roma de Alfonso Cuarón, y las sensaciones fueron parecidas. Cuando salí del cine tuve que ir a los lavabos del cine Albéniz (uno de los cinco cines que han traído esta maravilla al público) para refrescar mi cara con agua y sentir que no estaba en la México de uno, nueve, setenta y uno.
No estoy en contra de que un ordenador o una televisión de cuarenta pulgadas no puedan emocionarte, pero citando Roma, creo que esos formatos para visionar contenido audiovisual no te transportan de la misma forma que el cine Albéniz se transformó en la ciudad de México que Cuarón me mostró.
Siempre he tonteado de manera romántica con el cine. A día de hoy mi relación con él es de compromiso. Yo me he declarado y el cine parece haberme dado un «sí». Hemos vivido mucho juntos, pero nunca habíamos hecho un viaje como a la Colonia Roma o a la Polonia de los cincuenta.
Puede que no todos lo que lean este artículo tengan la misma relación con el cine que yo. No obstante, os invito a que si os invitan a viajar… viajéis con el cine.
David Molada
Crítico de cine